Un loco como yo, es ratón de un solo hueco. Cuando tienes
que dejarlo, dejas una parte de tu alma en él. No sé cómo decir, la tristeza
que invade mi corazón, no sé cómo pronunciar el ultimo adiós en mis labios.
Latino América es única, es la columna del mundo, pero Perú es distinto, es el
viejo vidente del camino.
Desperté un día, no sé si fue ayer o que se yo; el cielo de
Pueblo Libre era el mismo de siempre, ese gris opaco que entorpece toda alegría
y a la vez acurruca al friolento. Tomé mis llaves de la mesa y robé un par de
cigarrillos a la sabia de la casa, Light, ya cuido mis pulmones. En el camino
comencé a meditar si seguía siendo el loco de años anteriores, el que todo lo veía
distinto, el colgado de cabeza que disfrutaba de la vista mientras otros
agregaban más bilis a su hígado, la verdad es que sin querer soy uno más, un
ser sin nombre, uno más, una materia gris del montón, me acoplé a la sociedad,
me deje llevar y al final me gusta verme al espejo cuando me pongo camisa y
pantalón.
De camino a mi destino, mil cosas pasan por mi atención, la
señora Magda con los tentadores aperitivos limeños, el mercado de la región con
su irresistible coctel de pescado de días anteriores, el panadero ambulante
ofreciendo “lo calentito” con sus manos de piedra de tanto amasar la harina.
Todos ellos inundan mi alma con una sensación extraña, todos ellos tienen una
sola mirada, esa mirada pérdida y a la vez encendida, esa lucha incansable por
la supervivencia. Ese día con cigarro en los labios me acerqué a cada uno de
ellos, les ofrecí una sonrisa a cambio de una esperanza.
Ya en el transporte soy víctima del gran defecto de la
ciudad, bocinas y caos por doquier, era la capital en su máximo esplendor, es ahí
cuando una sonrisa bordea mi rostro al recordar comentarios ajenos sobre “Cortar
camino tomando la Javier Prado” que estúpida que es la gente. Tal escena llena
de ira los corazones, gritos de todos lados, el llanto de un bebe a menos de un
metro de distancia, la señora en el asiento reservado gritando porque el bus parecía
una lata de sardinas, la pobre muchacha de falda que era víctima de movimientos
inertes y “sin querer” que más de una vez la asustaba. Ahora se entiende la
amargura de los ciudadanos, acaso soy el único que disfruta del tráfico, acaso
soy el único que toma ese tiempo para observar afuera de la venta, mirar un
poco más la ciudad, maravillarse con lo cotidiano de Lima, con sus pistas
quebradas y su clima traidor, fue cuando me di cuenta que aún conservo la
locura de antaño.
Como arte de magia el cielo gris, opaco y acogedor desaparecía
y el sol atenué gobernaba el turquesa horizonte. El viaje era longevo gracias a
los boleros de una radio desconocida que tanto hacia suspirar al piloto, seguro
un corazón solitario nostálgico de cariño. El ambiente cambio, el paisaje ya es
distinto, la señora Magda y el pequeño mercado ya no están, en reemplazo un
hermoso Shopping deslumbra al público que viene y va casi cincuenta bolsas
repartidas en las dos manos, los ojos ya no me inspiran lucha, ni existe esa sensación
extraña, ahora solo observo desinterés al ajeno y concentración en lo material,
el reflejo de una ciudad capital, el luchador constante y el consumidor
superficial.
Antes de bajar en la
parada siguiente, una pequeña calcomanía pegada en el techo de la lata de
sardinas llama a mi vista, seguramente algún consejo evangelista sobre cómo
llevar una vida adecuada antes del fin de los tiempos o esa graciosa amenaza de
“No se escupe dentro del bus”, según yo era lo que decía, al acercarme más me
di cuenta que era totalmente distinto: “Lima tiene el mejor atardecer del mundo”
¿Nada más? ¿Ni firma? ¿Tampoco alguna descripción o dirección? Sin tomar mucha
importancia preferí preocuparme a bajar en mi destino y no dejar que el piloto
me deje más adelante como siempre sucede.
Caminando nuevamente ese recuerdo asesino y angurriento
vuelve a mi pensamiento, ese recuerdo que me hace ver todo distinto, extrañar a
la señora Magda y a la rubia consumidora, las pistas quebradas y al semáforo inteligente
de la molina; el clima de mierda como la horrible comida de la cafetería.
Recuerdo maldito apuñala mi corazón con un cuchillo de plata con el escudo de
una cultura distinta, costumbres completamente diferentes, un lugar a miles de kilómetros.
Casi llego a mi destino, preferí sentarme en un parque, prender un cigarro de
extraña procedencia y saborear el humo para darme cuenta que no es tabaco.
Mi reloj marca las seis de la tarde ya perdí más de una
clase, mi cajetilla que compre a un ambulante se terminó y el chicle de la
mañana sigue en mi boca. El día me demostró lo que me perderé en muchos, lo
recordare todas las noches, lo que extrañare cada instante y lo que hablaré
siempre que me pregunten “Que se siente vivir en Lima” solo hay una respuesta “Un
caos que enamora”. Ese día que no fui a clases, ese día que cambie las palabras
por sonrisas mire una vez más al cielo y una lagrima recorrió mi rostro, una
pintura de Da Vinci era un juego de niños al costado del paisaje que observaba;
recordé la calcomanía que no tome atención horas atrás y me puse a llorar, me
di cuenta que el lugar que iba a dejar era más que una capital descuidada.
Lloré hasta que la noche apareció, lloré por no querer irme, lloré por lo que
dejaba y el miedo a que encontrar, lloré por el mercado, lloré por miedo a
reprobar… lloré por no ver nunca jamás el atardecer que aparecía sin piedad.
El Bohemio
Lima es genial, el Perú también. Eso tenlo siempre en cuent.
ResponderEliminarSi amigo lo tomaré en cuenta siempre
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