jueves, 24 de noviembre de 2011

Pensamiento N#8: Atardecer sin piedad.



Un loco como yo, es ratón de un solo hueco. Cuando tienes que dejarlo, dejas una parte de tu alma en él. No sé cómo decir, la tristeza que invade mi corazón, no sé cómo pronunciar el ultimo adiós en mis labios. Latino América es única, es la columna del mundo, pero Perú es distinto, es el viejo vidente del camino.
Desperté un día, no sé si fue ayer o que se yo; el cielo de Pueblo Libre era el mismo de siempre, ese gris opaco que entorpece toda alegría y a la vez acurruca al friolento. Tomé mis llaves de la mesa y robé un par de cigarrillos a la sabia de la casa, Light, ya cuido mis pulmones. En el camino comencé a meditar si seguía siendo el loco de años anteriores, el que todo lo veía distinto, el colgado de cabeza que disfrutaba de la vista mientras otros agregaban más bilis a su hígado, la verdad es que sin querer soy uno más, un ser sin nombre, uno más, una materia gris del montón, me acoplé a la sociedad, me deje llevar y al final me gusta verme al espejo cuando me pongo camisa y pantalón. 

De camino a mi destino, mil cosas pasan por mi atención, la señora Magda con los tentadores aperitivos limeños, el mercado de la región con su irresistible coctel de pescado de días anteriores, el panadero ambulante ofreciendo “lo calentito” con sus manos de piedra de tanto amasar la harina. Todos ellos inundan mi alma con una sensación extraña, todos ellos tienen una sola mirada, esa mirada pérdida y a la vez encendida, esa lucha incansable por la supervivencia. Ese día con cigarro en los labios me acerqué a cada uno de ellos, les ofrecí una sonrisa a cambio de una esperanza. 

Ya en el transporte soy víctima del gran defecto de la ciudad, bocinas y caos por doquier, era la capital en su máximo esplendor, es ahí cuando una sonrisa bordea mi rostro al recordar comentarios ajenos sobre “Cortar camino tomando la Javier Prado” que estúpida que es la gente. Tal escena llena de ira los corazones, gritos de todos lados, el llanto de un bebe a menos de un metro de distancia, la señora en el asiento reservado gritando porque el bus parecía una lata de sardinas, la pobre muchacha de falda que era víctima de movimientos inertes y “sin querer” que más de una vez la asustaba. Ahora se entiende la amargura de los ciudadanos, acaso soy el único que disfruta del tráfico, acaso soy el único que toma ese tiempo para observar afuera de la venta, mirar un poco más la ciudad, maravillarse con lo cotidiano de Lima, con sus pistas quebradas y su clima traidor, fue cuando me di cuenta que aún conservo la locura de antaño.  

Como arte de magia el cielo gris, opaco y acogedor desaparecía y el sol atenué gobernaba el turquesa horizonte. El viaje era longevo gracias a los boleros de una radio desconocida que tanto hacia suspirar al piloto, seguro un corazón solitario nostálgico de cariño. El ambiente cambio, el paisaje ya es distinto, la señora Magda y el pequeño mercado ya no están, en reemplazo un hermoso Shopping deslumbra al público que viene y va casi cincuenta bolsas repartidas en las dos manos, los ojos ya no me inspiran lucha, ni existe esa sensación extraña, ahora solo observo desinterés al ajeno y concentración en lo material, el reflejo de una ciudad capital, el luchador constante y el consumidor superficial. 

 Antes de bajar en la parada siguiente, una pequeña calcomanía pegada en el techo de la lata de sardinas llama a mi vista, seguramente algún consejo evangelista sobre cómo llevar una vida adecuada antes del fin de los tiempos o esa graciosa amenaza de “No se escupe dentro del bus”, según yo era lo que decía, al acercarme más me di cuenta que era totalmente distinto: “Lima tiene el mejor atardecer del mundo” ¿Nada más? ¿Ni firma? ¿Tampoco alguna descripción o dirección? Sin tomar mucha importancia preferí preocuparme a bajar en mi destino y no dejar que el piloto me deje más adelante como siempre sucede.

Caminando nuevamente ese recuerdo asesino y angurriento vuelve a mi pensamiento, ese recuerdo que me hace ver todo distinto, extrañar a la señora Magda y a la rubia consumidora, las pistas quebradas y al semáforo inteligente de la molina; el clima de mierda como la horrible comida de la cafetería. Recuerdo maldito apuñala mi corazón con un cuchillo de plata con el escudo de una cultura distinta, costumbres completamente diferentes, un lugar a miles de kilómetros. Casi llego a mi destino, preferí sentarme en un parque, prender un cigarro de extraña procedencia y saborear el humo para darme cuenta que no es tabaco.

Mi reloj marca las seis de la tarde ya perdí más de una clase, mi cajetilla que compre a un ambulante se terminó y el chicle de la mañana sigue en mi boca. El día me demostró lo que me perderé en muchos, lo recordare todas las noches, lo que extrañare cada instante y lo que hablaré siempre que me pregunten “Que se siente vivir en Lima” solo hay una respuesta “Un caos que enamora”. Ese día que no fui a clases, ese día que cambie las palabras por sonrisas mire una vez más al cielo y una lagrima recorrió mi rostro, una pintura de Da Vinci era un juego de niños al costado del paisaje que observaba; recordé la calcomanía que no tome atención horas atrás y me puse a llorar, me di cuenta que el lugar que iba a dejar era más que una capital descuidada. Lloré hasta que la noche apareció, lloré por no querer irme, lloré por lo que dejaba y el miedo a que encontrar, lloré por el mercado, lloré por miedo a reprobar… lloré por no ver nunca jamás el atardecer que aparecía sin piedad.

El Bohemio


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